miércoles, 12 de septiembre de 2012

Lo que Dios ha escrito... de César Blanco Castro





Eléale había presentido algo al ver a ese hombre la primera vez. Por su forma de moverse, por la forma de mirar, qué sabía, algo le había indicado que le faltaba un hervor.

No tenía el aspecto físico de los monstruos esos a los que Rosa Regás y sus adeptos quieren matar antes de nacer, pero sí se le intuía algo anormal. Y quedó demostrado cuando se le acercó y le habló. Desgraciadamente en esos momentos Eléale era el único que estaba sentado en la terraza del bar Noa. El hombre se presentó, se llamaba Emilio Mayoral y le dijo que sabía dónde estaba cualquier calle. Eléale contestó que muy bien, pero él insistió y le dijo que se lo demostraría, que le preguntase por una. Eléale, para quitársele de encima, le preguntó por la calle Acibelas, que era donde vivía, el hombre contestó que iba desde la calle de Panaderos hasta la calle de Miguel de Prado y que la atravesaban otras tantas calles las cuales nombró. Eléale se quedó sorprendido. Emilio sonrió al ver la sorpresa en la cara de Eléale y volvió a requerirle una dirección. El joven, pues Eléale tenía 22 años, le dijo varias y en todas debió acertar (nunca lo sabría porque él no era de Valladolid).

Entonces fue cuando llegó la persona a la que esperaba, no sabía quién era ni porqué le había citado ahí pero la curiosidad le pudo. El hombre se sentó en la silla frente al chico, se quitó las gafas de sol y escuchó paciente como Emilio acababa de contestar la ubicación de la nueva calle, la calle Garrigas. Al tiempo levantó el brazo para que Sori, la guapa dueña, le atendiese. Mayoral dejó de mirar al chico y le contó al recién llegado que sabía dónde estaba cualquier calle que le preguntase. El recién llegado le dijo:

-Si me dices dónde está la calle Alfonso XIV te doy diez euros.

Mayoral se sentó en el bordillo, con la mirada fija en el suelo, pensativo. 

-Está cerca de la Plaza Mayor.

El hombre negó con la cabeza. Mayoral se levantó y caminó hasta la esquina farfullando el nombre de la calle. Sori llegó con lo que el hombre le había pedido, una jarra de cerveza y un vaso de agua, dejó la nota y se fue a servir otra mesa. 

-Te preguntarás quién soy –preguntó mientras giraba la jarra. Eléale asintió-. Me llamo Aurelio Román, copropietario y cofundador de Futuro Resuelto S.L. El otro copropietario y cofundador se llama Abudemio Alarcón.
Sonrió al ver la cara de Eléale, que intentaba no reír por los nombres escuchados.

-Puedes reírte por los nombres, pero el tuyo también es bien simpático, nombre bíblico… muy poco oído… Eléale. Eléale Sáez.

-Vayamos al grano –soltó de una manera muy hosca el chaval–, no puedo perder el tiempo. Tengo cosas que hacer.

–Cierto, cierto. Tienes cosas que hacer y yo sé que cosas vas a hacer o más bien, ya has hecho –Aurelio bebió un trago de cerveza, casi termina con la jarra–. Cuando conocí a Abudemio sentí, sentimos, que había sido por algo especial. Más que sentirlo lo sabíamos. Era una casualidad que ambos tuviésemos los únicos nombres con las cinco vocales, que los dos tuviésemos cuatro hermanas y que los dos hubiésemos visto el día antes que nos conoceríamos en un pueblecito de Guadalajara.

–Qué bonita historia de amor –exclamó irónico Eléale.

–Escucha, estate tranquilo y escucha. Ambos podíamos ver el futuro –el chaval soltó una risa–. En serio, podíamos ver el futuro, como en la película esa de Tom Cruise, pero a diferencia de en ella no podíamos, no podemos, cambiar nada de lo que pase. Si alguien tenía que morir, moriría… Como en las películas de Destino final. Pero no tan terroríficas. Parafraseando, lo que Dios ha escrito no lo puede cambiar el hombre.

–¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? –preguntó impaciente el chaval.

–Está cerca de la plaza de toros –interrumpió sonriente Emilio–, cerca de la calle del Norte.

–No.

Contestó más sonriente aún Aurelio. El hombre volvió a marchar farfullando.

–Repito, ¿qué tengo que ver con esa historia suya?

–Habrás escuchado o leído... Calma antes de llegar a lo que te tengo que contar quiero contarte otra cosilla, dar un rodeo. No tengo nada que hacer hasta dentro de un rato y tú tampoco. Habrás escuchado o leído, repito, cosas como que si fueses al pasado y cambiases lo que fuese se produciría una hecatombe, más o menos. 

Eléale le miraba nervioso, quería irse pero a la vez quedarse para saber en qué acababa esto. Qué quería el hombre que estaba frente a él.

–Pues, amigo mío, no se puede cambiar el pasado. Por mucho que lo intentes, por mucho que quieras, lo que ha pasado, ha pasado y tú no podrás hacer nada. Imagina por un momento que usases la máquina temporal y fueses al pasado para cargarte a ese alemán que creó una ideología que ha sido responsable de millones de crímenes, de torturas, de privación de libertades. Imagínate que pudieses ir al pasado y cargarte a ese hombre. Imagínate que tuvieses delante a quien creó esa criminal y antidemocrática ideología. Tienes delante a Karl, Carlos, Marx. Estás en Inglaterra y ves juntos a Marx, noble alemán que no ha trabajado en su vida, y a su benefactor Engels, empresario inglés que no sufre ningún impedimento económico. Te acercas y les escuchas hablando de unas ideas con las que el último conseguirá tener controlados a sus trabajadores haciéndoles pensar que son ellos los que llevan las riendas de la situación. Les escuchas decir que lo primero que hay que hacer es quitar los descansos dominicales. La religión es el opio del pueblo. Si el obrero va a misa no trabaja. Y eso para los negocios de Engels no era nada bueno.

Aurelio bebió un sorbo de agua y se tocó la cabeza.

-Hablo mucho -sonrió-... Sigamos. Tienes un cuchillo o una pistola, no hay nadie cerca. Lo tendrías a huevo. Ahorrarías cientos de millones de muertos debido a sus pensamientos, harías que miles de millones de personas conociesen la libertad y la democracia que quienes siguieron sus ideas les birlaron. Habría habido varias guerras menos iniciadas por sus seguidores. Pues no podrías hacer nada. Él seguiría caminando tan campante y tú… a ti te pillaría un carro, o te asaltarían o el mismo Marx al verte con un cuchillo sacaría una pistola y te liquidaría. No se puede cambiar la historia. Desgraciadamente para muchos todo está escrito por la mano de Dios y no se puede tocar.

-Para empezar –replicó Eléale con una sonrisa de superioridad en el rostro-, deberías saber un poco de historia. Hay que ser muy estúpido para no saber que Marx era ruso. 

Aurelio alzó las cejas sorprendido.

-Para en medio, no sé qué tiene que ver todo eso que has dicho conmigo. Y para terminar –se levantó de malas maneras y le dio un par de tobas a su interlocutor-, paso de ti. No sé de qué vas, ni me importa…

-Eres Eléale, Eléale Sáez –interrumpió Aurelio-, nacido en Zamora en 1980, aunque desde el 82 vives en Durango. Formas parte de lo que llaman izquierda abertzale –El chaval se volvió a sentar- y lo que más me importa. Eres uno de los jefecillos de los criminales de ETA.

En el rostro del chaval se notaba el miedo.

-¿Eres un madero?

-No, ya te he dicho que soy el … jefe de una empresa que ve el futuro. Y sé que tú y tus amigos habéis preparado una buena. Un regreso sorprendente. 

El chaval no sabía dónde esconderse, miraba a todos lados, la paranoia se estaba adueñando de él. Pensaba que les habían vendido, que había otro lobo entre ellos, que le estaban grabando.

-No… No sé qué dices. A qué te refieres –tartamudeaba.

-No te preocupes. Lo que habéis planeado saldrá adelante. Matar, mataréis. Y tú lo verás. He venido a por ti. He venido a matarte.

Emilio Mayoral volvió, su rostro reflejaba el miedo y la impotencia.

-Está en Parquesol, cerca de la calle Mateo Seoane Sobral.
Aurelio negó con la cabeza. El hombre se echó a llorar. Aurelio sacó diez euros de la cartera.

-Solo hemos tenido trece Alfonsos. Toma esto, te lo has ganado.

-No lo hacía por dinero –protestó Emilio, sollozante aún.

-Ni yo te lo doy por pena. He hecho trampa y por ser malo debo pagar. Los malos siempre han de pagar por sus maldades –Miró al chaval tan fijamente que el terrorista quiso no haber salido nunca de Zamora.

-Cierto, así es. A los malos, palos. –dijo haciendo como que movía uno invisible.

El hombre marchó feliz con sus diez euros.

-¿Y por qué no avisas a la policía? –soltó como con bilis Eléale– Saberlo y no avisar te hace culpable.

-Ya te he dicho que no se puede hacer nada. No hay nada que lo evite. Pero si te sirve de consuelo. Sí, se lo he contado a la policía. Todo, quienes son tus compañeros, el modelo del coche, dónde está, a qué hora explotará. Lo único que no les he contado es tu presencia.

-¿Por qué?

-Porque todo eso fue idea tuya. Tú lo pensaste, tú lo sacaste adelante, tú eres el único responsable de lo que va a suceder. Y por eso vas a morir...

Eléale trató de aflojarse una inexistente corbata.

–Pero no ahora. Témelo. Créeme cuando te digo que en el mismo momento que el coche explote tú morirás –bebió toda el agua que quedaba de un trago-, porque estarás en el maletero.

-¡Estás loco! Tío, estás loco. 

Eléale salió corriendo. Aurelio se levantó calmadamente, levantó la mano y dejó un billete de veinte euros en la mesa.

-Lo que sobre, de bote –dijo a Sori. Ella sonrió.

Eléale llegó sudando a la parada de taxis frente al cine al cine Roxy. 

-Al estadio. Dese prisa.

El taxista dejó el sudoku que estaba haciendo y salió despacito, el semáforo estaba en rojo. Cada segundo se le hacía eterno a Eléale. Debía abortar el plan, debía darle en los morros al señor de Futuro Resuelto S.L. 

-¡Será pringao! –gritó con ira refiriéndose a Aurelio. 

El taxista miró por el retrovisor, el chaval hablaba en voz baja. Al llegar al estadio vio una grillera de la Policía Nacional y un par de motoristas. No pasa nada, pensó, suelen estar ahí a veces para charlar o escaquearse.

-¡Déjeme aquí! –pidió calmado, pagó y bajó del taxi sin quitar el ojo a los policías.

Caminó hacia el coche. El aparcamiento estaba vacío. El color amarillo chillón parecía reflejar el calor que aquel caluroso jueves de junio estaba haciendo. Abrió el maletero. Sacó la rueda de repuesto y observó que en el reloj del artefacto quedaban solo cuatro segundos. El estómago se le soltó y se puso a llorar. 

Una gran explosión paralizó el tráfico cercano. Un coche paró junto a los policías. De su interior salió Aurelio. 

–Lo malo es que no podemos hacer nada a los que le ayudaron. No podremos detenerlos –comentó alguien que caminaba mirando al cielo.

–Pero al saber quiénes son, podrán vigilarlos.

–Sí, eso sí. Muchas gracias.

–¿Tocó usted algo en el aparato?

Aurelio apretó los labios y negó con la cabeza.

–Todo está escrito José. Todo está escrito. No prestaron mucha atención cuando les enseñaron a montarlo e hicieron una gran chapuza, lo programaron para hoy en vez de para el jueves próximo –dijo mientras se acercaba al policía.

–¿De verdad viste esto?

–¡Sí!

El fuego de la explosión crepitaba violentamente. Los bomberos entraron en el aparcamiento del estadio.

–No sé quién dijo que si el destino existiese cada encuentro casual sería una cita programada hacía tiempo –volvió la mirada a Aurelio–… Tu vida debe ser muy aburrida.

–Qué va. Cada día un par de aventuras.

Observaron como los bomberos extinguían el fuego. Aurelio sonrió al pensar que se habían salvado vidas inocentes y que había un terrorista menos.



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