miércoles, 30 de diciembre de 2015

Crimen en frío de César Blanco Castro


─Me envolvieron sus mágicas palabras  ─Con esa frase nos recibió. Se encontraba a pocos metros del cadáver─. Tengo los dedos, pies, manos… Los miembros ateridos de frío.


Señaló la cámara frigorífica con la cabeza. Escuché a Andrés, nuestro lumbreras, comentar con una compañera que el sospechoso había usado mal esa expresión, que aterirse era pasmarse de frío.

─Notó como alcanzaba el séptimo cielo  ─susurró el sospechoso─ cuando vertí sobre ella el agua helada.

Pepito estaba nervioso. Era un hombre, alto, fornido, de piel curtida por la intemperie y mirada penetrante. Sí, ese era su nombre, Pepito, las dos veces que le llamamos José se enfadó con nosotros.

─Pepito. Así me llaman todos, amigos y enemigos, desde pequeño y no me molesta.
─Comprenderá que no podemos poner en el informe Pepito ─le dije. 
─En el informe ponga lo que quiera. Aquí, ahora, llámeme Pepito. 
─No es nada formal ─dijo Andrés─, y además usted es un presunto asesino. 
─¿Presunto? ─preguntó Pepito con una sonrisa de incredulidad─ Si la he matado yo.
─Ya. Pero hasta que no se le juzgue usted es un presunto.
─¡Qué tontería! ─exclamó el sospechoso. 
Una enfermera salió corriendo de la cámara, gritando que la presunta muerta estaba viva. Fue a la ambulancia a por una manta térmica y cosas de esas que se usan para el frío. Pepito se mostró impasible, como si ya lo supiera
─¿No dijo que la había matado? ─pregunté. 
─¿A ella? ─negó con la cabeza─ No. Les dije que notó como alcanzaba el séptimo cielo. Es una chica que tiene unos gustos muy raros. La quiero y no podría matarla. 
Se levantó y cogió una bolsa que había junto a él. Había una manta térmica y cosas de esas que se usan para el frío. Me acerqué a mis compañeros. 
─¿Qué pasa aquí? ─pregunté mosqueada─ ¿Por qué nos han llamado?
─Recibimos una llamada diciendo que estaban matando a alguien. 
─¿Una llamada de quién?
─Anónima. A las 23:58 de ayer jueves, hace una hora más o menos, se recibió una llamada de una mujer que no se identificó. Dijo que había escuchado gritos y cortó. 
─Cuando la echaba el agua gritaba, sí. Quien llamó seguro que era una cotilla que pasaba por aquí ─interrumpió Pepito. 
Me volví hacia él bastante alterada.
─Pero usted ha confesado un asesinato.
─Sí, pero el de ella no. Otro.
Los allí presentes nos quedamos en silencio. Miramos por el rabillo del ojo como sacaban a la presunta. Para nosotros eso ya no era importante, lo importante era la confesión que este hombre acababa de hacer.
─¿A quién ha matado? ─pregunté.
─Eso tendrán que averiguarlo ustedes que son policías.
─¿Está de broma, no? ─volví a preguntar con una sonrisa que trataba de ser cínica, él negó con la cabeza. 

Me alejé unos instantes. Frente a mí estaba el lateral del restaurante «La Pérgola», una puerta del tamaño normal que daba directamente a la cámara frigorífica. La puerta principal, más ostentosa con el nombre en letras grandes y una enorme terraza debajo de una pérgola, daba a la avenida. Detrás del edificio se encontraba el parque. A diario cientos de personas pasan por ahí.
─¿Los lunes cierra?
─Sí. Hay que descansar, ¿no le parece a usted?
Asentí con la cabeza
─¿Puede decirnos el nombre de la finada? ─pregunté. 
─No ─respondió al tiempo que negaba con la cabeza.─¿No sabe cómo se llama?.
─No. Ni idea.
Andrés se me acercó y dijo susurrando:
─Igual es un asesino en serie que mata al tuntún.
─¿A cuántas personas más ha matado?¿Qué número hacía esa mujer.
─A ninguna. Ella ha sido la primera y la única.
─Usted se está quedando con nosotros ─grité mientras me acercaba a él─. Venga lleváosle arrestado por… intento de asesinato de la chica helado.
─A ver, señorita… ─dijo el sospechoso.
─Señora.
─A ver, señora. Sería una tontería confesar un crimen que no he come­tido y le puedo jurar que sí lo he hecho. Sentí una gran ira antes y mientras la mataba. Una vez muerta, no sentí nada. No me quiere creer. Mire.
Apartó con el pie la pila de cajas sobre las que había estado sentado y pudimos ver una gran mancha de sangre en el suelo y en la pared. Andrés se acercó y echó un vistazo a las cajas, eran de carne.
─Puede que sea sangre de estas cajas ─exclamó.
─No, no lo es ─dijo Pepito.
─Venga va. Lleváoslo a comisaría, coged muestras de esto y mañana Dios dirá.

Cinco minutos después estaba yo sola en la zona. Decidí dar un pa­seo para rebajar un poco el estrés que tenía. Una pareja pasó a mi lado a toda prisa. Un grupo de chicos y chicas que debían estar de fiesta venía en mi dirección cantando y haciendo el bobo. Una de las chicas se detuvo y pidió fuego a alguien sentado en un banco que pasó de ella. La joven continuó su camino diciendo de todo a quien no había querido seguirla el juego. Los amigos se reían.
Me senté en el banco.
─Tranquilo ─miré de reojo y vi que era una chica─. Tranquila no voy a pedirte fuego. No fumo y ─la enseñé mi placa─, soy policía, ¿ves?
No contestó. Cogí mi móvil.
─Buenas noches, ¿podéis enviar una ambulancia a la avenida de Celso de Tovar?... Junto a «La pérgola»… Coma etílico parece… Gracias.
Me puse frente a la mujer, tenía la cabeza ladeada hacia la izquierda. Coloqué el pelo que tapaba su cara y noté que estaba pringoso. Al mirarme la mano descubrí el porqué. Era sangre. Volví a coger el móvil.
─Andrés. En cuanto le dejéis volved para aquí. He encontrado a la asesinada… Sí, al lado.

En el interrogatorio Pepito nos contó que en el momento que salió a por la manta térmica al coche escuchó como la chica hablaba por teléfono, se llenó de ira porque no entendió porqué una cotilla tenía que interrumpir algo que le gustaba a su chica y allí mismo acabó con ella. 

¡Vaya tipejo!

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