Siempre me pregunté qué haría si se me presentase un fantasma. Cuál sería mi reacción.
Al entrar en el comedor vi a mi abuela sentada junto a la ventana como solía: cosiendo, con las gafas tan cerca de la punta de la nariz que parecía que iban a caérsele en cualquier momento.
El miedo de ver un fantasma y la alegría de que fuese ella se convirtieron en miedo por perderla de nuevo y pena por no volver a verla cuando eso ocurriese.
Levantó la vista y me miró y entonces yo como si no hubiese pasado nada me senté en el sofá y dije hola. Ella asintió con la cabeza y siguió cosiendo.
Dos sonrisas alegraban la habitación, la mía y la que me parecía distinguir en ella.
─ Vaya día más asqueroso ─dije señalando la ventana─. No para de llover.
Ella miró fuera y pude escucharla decir «sí» antes de ponerse a contar los puntos en lo que se suponía estuviese tejiendo.
No sé qué miedo me impulsó a ello, pero quise encender la tele… Como solía hacer cuando… antes. Palpé en el sofá buscando el mando, pero no lo encontré. Entonces ella sin dejar de contar los puntos meneó la cabeza hacia la mesa que tenía al lado para indicarme que allí estaba.
Salte del sofá y en menos de un abrir y cerrar de ojos me planté en la mesa. ¡Qué extraña sensación el estar tan cerca de ella otra vez!
─¡Sé bueno!
Ya no estaba. La alegría se transformó en el más amargo de los llantos. Me senté allí mirando al exterior a través de donde ella había estado tanto en vida como en muerte. La sensación de ahogo que tenía al tratar de reprimir el llanto desapareció al mirar la silla y ver un tapete en el que nos dejaba su última frase: