Sus miradas se cruzaron. Ella acababa de entrar al café dejando pasar un poco del frío burgalés. El se encontraba sentado en una mesa cercana a la puerta junto a una compañera de trabajo. Ella pidió una leche con colacao muy caliente, se la sirvieron y se acercó a la mesa.
─Tú
eres Kefas del Carmen, ¿no?
El
asintió.
─Te
escucho siempre que puedo.
─Gracias ─respondió él con desgana.
─Si
permitís que me siente, y tenéis un ratito para escuchar, descubriréis algo que os
gustará mucho, y a los oyentes de vuestro programa también.
─¿Ah,
sí? ¿El qué? ─preguntó Alba, la otra chica.
─Conoceréis
la historia que hay detrás de una psicofonía muy famosa.
─¿De
cuál? ¿De la de «¿Yo qué hago aquí?» ─preguntó
Kefas.
─¿La
de «¡Os arrepentiréis!»? ─dijo Alba tratando de imitar el tono para parecer
graciosa.
─No
y no. Es una psicofonía muy conocida, al menos en su tiempo, pero que nadie
sabe que lo es.
─Siéntese
─la mujer no tardó ni medio segundo en hacerlo─. ¿Permite que la grabemos contándolo?
─¡Cómo
no! Por cierto, me llamo Inés.
La
puerta se abrió nuevamente y las personas que entraron no se molestaron en
comprobar si se cerraba. Kefas se levantó, la cerró y gritó un «De nada»
que hizo que todos le miraran.
─Fue
un verano de finales de los ochenta… En el 89 creo. Habíamos ido a Valencia de
vacaciones Conchi, Sandra Baruque, la otra Inés, Sara, Berta y yo ─se quedó
pensativa, moviendo la cabeza mientras recordaba─… Ah, y la de Gamonal, Maite,
creo que se llamaba. Berta tenía unos tíos allí que pasaban las vacaciones de
verano aquí y la dejaron la casa.
»Ninguna
teníamos más de 20 años, y no veáis lo que costó que nos dejaran. Y al menos en
mi caso no por ser chica ya que Andrés, mi hermano mayor, tenía 22 y se las
veía y se las deseaba para que le dejasen ir a Santander.
En
fin. Última quincena de agosto. Llegamos a Valencia un jueves. Nos pusimos
guapas y salimos ─se calló y sonrió dulcemente─. Fue cuando conocí a Mario, mi
marido. Preguntamos a un grupo dónde estaba la zona de marcha y él, que
era, y es, un cabrito, nos dijo que si ya habíamos bebido el agua de Valencia.
Nosotras nos reímos, recuerdo que le dije que no estábamos allí para beber agua
precisamente. Y él se puso muy serio y nos contó que había habido un no sé qué
bacteriológico y que a todos los que llegaban les recomendaban beber agua de
Valencia para evitar problemas a la hora de asimilar la comida y la bebida de
allí. Nos acojonó ─volvió a sonreir─, así que cuando nos dijo que les
acompañáramos a un bar que había cerca y bebiéramos el agua lo antes posibles
les seguimos y ─respiró profundamente─… ¡Qué ingenuas! ¿Sabréis por qué lo
digo, no?
Los
dos periodistas sonrieron y afirmaron con la cabeza.
─¡Menuda
melopea! ─dijo Inés.
─¡Lo
de la psicofonía! ─apremió Alba.
─Esa
noche conocimos a mucha más gente. Estuvimos de fiesta desde el jueves hasta el
lunes. Casi cuatro días sin pisar la casa de los tíos de Berta ─bebió un trago
del Colacao─. Si hubiesen llegado ese lunes hubiesen encontrado a unas veinte
personas durmiendo en la casa, desperdigados por el suelo, sofás… Ay, señor.
Espero que mis hijos no hagan esas locuras.
─¿Qué
años tiene usted? ─preguntó Alba.
─¡Cuarenta
y seis!
─¿Y
sus hijos?
─María,
la mayor, veinticinco, Javier, el mediano, veintidos y Matilde, la pequeña,
quince.
─Pues
seguro que las habrán hecho ─sentenció Alba.
─Y
cosas peores ─malmetió Kefas.
─Ay,
callad, callad ─dijo riendo Inés.
»Estaba
ya anocheciendo cuando aquello se normalizó. Quedábamos en la casa las
burgalesas. Un par de novietes que nos habíamos echado, entre ellos mi marido,
y otras dos chicas.
Una
de ellas, Marga, era una fanática de esto del esoterismo, y lo sigue siendo, es
mi cuñada y lo sé a ciencia cierta, y en aquella época iba con una grabadora a
todas partes. Nos mandaba callar, preguntaba y grababa. Como supongo haréis
vosotros. Ese fin de semana no consiguió nada.
Uno
de los novietes, uno alto, nos convenció para hacer una sesión de espiritismo
en una masía abandonada. Nos dijo que ya habían hecho allí unas cuantas y
patatín y patatán.
Recuerdo que Sandra fue a regañadientes, quería quedarse en la casa y descansar, cada poco daba una cabezada. Yo creo que hasta caminó dormida algún trecho.
Recuerdo que Sandra fue a regañadientes, quería quedarse en la casa y descansar, cada poco daba una cabezada. Yo creo que hasta caminó dormida algún trecho.
Llegamos
a la masía empapados y con barro hasta la rodilla porque se puso a llover por el
camino, y no paró en toda la noche. El lugar acojonaba un poquito. El edificio tenía
dos plantas, una especie de soportal, que me gustó mucho… pero no tenía puerta
en la entrada. La habitación a la que nos llevó se encontraba al fondo a la
izquierda, frente a las escaleras. Al entrar nos dimos cuenta que aquello más
que para hacer sesiones de espiritismo lo tenían preparado como picadero y para
hacer fiestas. La habitación estaba más o menos limpia, tenía un par de sofás y
mobiliario que seguramente alguien había tirado y habían llevado allí.
Marga
se enfadó, pero el chico alto dijo sonriente «Qué más da que os haya mentido,
es una casa vieja. Algo habrá.»
En
varias partes de la casa debía haber goteras que hacían la situación más
agobiante de lo que era… Tampoco ayudaba mucho el resacón de tres días de
fiesta.
Marga
nos pidió que nos sentáramos en círculo, había leído mucho sobre esto y estaba
muy excitada por ponerlo en práctica.
Plic,
plic, plic, plic…
Las
gotas parecía que caían más rápido cada segundo. Marga puso la grabadora en
medio del círculo de personas, la accionó y se sentó entre su hermano y yo.
─Y
ahora…
Comenzó
a decir, pero como si fuese una especie de advertencia la casa retumbó con uno
de esos largos truenos veraniegos. Entre diez y quince velas iluminaban la
estancia y el viento que recorría la casa las balanceaba. A veces tan
violentamente que parecía querer apagarlas y dejarnos a oscuras.
Sandra
gritó, decía que había escuchado pasos en la planta de arriba. Los chicos
salieron de la habitación y subieron, me acuerdo que Mario me miró antes de
subir como preguntándome «¿De verdad quieres que suba?». Tardaron poco en bajar
y lo hicieron a toda prisa, «No hay nada» dijeron nada más vernos.
─Venga,
comencemos entonces ─apremió mi cuñada.
─Vámonos
mejor ─dijo Mario.
─Venga,
quiero ver si sale algo.
Lo
dijo de una manera tan lastimosa que accedimos. Nos volvimos a sentar. Berta y
la otra Inés se sentaron a los lados de Sandra, cogiéndola de las manos.
─He
leído que el estado en que estamos, resacosos y muertos de cansancio y sueño,
es el más adecuado para contactar. Aunque parezca mentira ─a mi cuñada se la
veía feliz─. Inspiremos profundamente, expiremos lentamente, inspiremos,
expiremos.
Los
siguientes veinte minutos estuvimos preguntando si había alguien ahí. Lo hacía
una, luego la otra, luego el otro. Yo hasta pedí que se manifestasen, y nada.
Desistimos. Sandra se había quedado dormida.
Los
siguientes cinco minutos nos echamos unas risas bromeando a costa de cosas como
fantasmas, espíritus y tal.
Recuerdo
la hora a la que decidimos volver a casa. Las 02:27, no se me olvidará porque
según miré el reloj… Esto que os voy a contar ahora se desarrolló antes de que
el minutero cambiase… En menos de un minuto.
─Nos
vamos. A los que se supone que habitáis aquí. ¡Gracias por nada! ─dijo Marga en
un tono entre despectivo y desafiante.
Entonces
las llamas de las velas se alzaron como medio metro, fue como una especie de
fogonazo que hizo un extraño ruido y que fundió la cera, aunque alguna vela continuó
encendida. La puerta de la habitación se abrió y cerró dos veces con una
violencia extrema. La mesa se volcó y ─Inés se frotó los brazos─, aparecieron
varias figuras, sombras, no sé cómo explicarlo.
Salimos
corriendo, nos detuvimos al llegar a la carretera. Una vez allí nos dimos
cuenta que faltaba Sandra. Volvimos a la casa andando deprisa, un par de
relámpagos la iluminaron mientras tanto y nos pareció más aterradora aún. En la
planta de arriba vimos una luz, más que una luz real parecía una luz… Como una
luz fantasmal, y en ella una figura que parecía observar al exterior. Pero la
intensidad de la luz iba disminuyendo a medida que nos acercábamos, hasta
apagarse al llegar al soportal.
El
ruido del viento atravesando la casa se magnificaba y nos pareció escuchar
pasos.
Berta
llamó a Sandra, primero con un grito, luego casi susurrando. Entramos. La
escasa luz de las menguadas velas nos indicaba el camino a seguir. Al entrar en
la habitación la vimos. Estaba tirada en el suelo, junto al sofá en el que se
había quedado dormida momentos antes, tenía los ojos completamente abiertos, la
boca parecía querer gritar y el flequillo estaba blanco, el resto de su pelo
permanecía con su color rojizo natural.
Alguien
salió corriendo a avisar a la policía, no recuerdo quienes. El chico alto se
acercó a ella para tomarla el pulso. Marga recogió su grabadora. El sofá se
movió golpeando el cuerpo de Sandra, gritamos, la puerta se cerró, volvimos a
gritar. Salimos dejando a nuestra amiga allí tirada ─los ojos de Inés se
llenaron de lágrimas─. Aunque la policía y la ambulancia no tardaron mucho en
llegar a nosotros nos pareció una eternidad.
»Pasamos
una semana yendo y viniendo de la comisaria, del hospital en el que psiquiatras
nos atendían y preguntaban mil veces lo que había sucedido y cómo nos
sentíamos. Por lo que nos contaron Sandra sufrió un ataque al corazón.
El
último día que estuvimos en Valencia fue el de mi cumpleaños, el 28 de agosto.
La casa de los tíos de Berta estaba llena, pero no de jóvenes fiesteros, si no
de familiares. Allí estaban mis padres, los de Berta, los de Sandra. Acabábamos
de comer y ya nos preparábamos para subir aquí cuando llegaron Marga, Mario y
el chico alto, que nunca me acuerdo cómo se llamaba.
─Me
gustaría que escuchasen algo ─dijo Marga muy compungida.
Al
sacar la grabadora la miré de una forma que se acobardó, pero sacó fuerzas y la
puso sobre la mesa.
─Ayer
me puse a revisar la cinta ─dijo sin atreverse a mirar a los adultos allí
presentes─. Durante cerca de una hora, no hay nada de nada ─pasó la grabación
parándola de vez en cuando─. Hasta este momento.
Le
dio al play en el minuto cuarenta. Se
escuchó el extraño fogonazo, las puertas cerrarse, nuestros gritos… Y al
acabar, de una manera muy clara, como si estuviese hablando junto a la
grabadora, a Sandra:
─¡Es
imposible, no puede ser! ¿Qué ha pasado? Y luego, gritando: ¡Estoy muerta! ¡Inés, Berta. Inés, Berta!
Inés
se puso a llorar, pero se recuperó rápido.
─No
era yo esa Inés, lo sé seguro ─medio sonrió─. Así acabamos casi todos,
llorando. La madre de Sandra pidió que se rompiera la cinta. A Marga le
pareció bien, y en la cocina, en un cazo, la quemamos.
─Un
momento ─interrumpió Alba─. No me suena nada esa psicofonía y, ¿cómo pudo
llegar a hacerse tan famosa si la quemasteis?
Inés
sacó su móvil del bolso, lo colocó sobre la mesa y se puso a buscar algo.
─Sois
más o menos de mi quinta…
─Siete
años menos tengo ─interrumpió Kefas.
─Y
yo ─dijo Alba.
─Bueno,
más o menos, pero seguro que habéis escuchado esto ─dijo sin mirarles, mientras
buscaba en un listado del móvil─. Resultó que el chico alto había hecho una
copia sin decírselo a mi cuñada. Y había pasado la copia a un par de amigos
suyos que hicieron esto.
La
melodía que comenzó a sonar en el móvil le sonó a Kefas, no así a su compañera.
«Megabeat» exclamó y al llegar el estribillo un cosquilleo le recorrió todo el
cuerpo.
─¿Esa
es tu amiga? ¿Es la psicofonía? ─preguntó Alba emocionada.
─Sí,
la primera vez que la escuché me acojoné. El sonido del piano me recordó al de
las gotas de agua y ese otro ruido de fondo, al del viento, al ruido del
momento… No sé cómo explicarlo. Me asusté y me asusto cada vez que la escucho y
oigo a Sandra ─Miró el reloj─. Me tengo que ir, pero si queréis os dejo el teléfono
de mi cuñada que os puede conseguir la grabación. La bronca que montó al año
siguiente al escucharla en una discoteca fue de aúpa. Agarró al chaval alto y a
sus colegas y casi se los come. Le dieron la copia, pero no se pudo evitar que
la canción circulase.
Inés
se despidió y salió a la calle, al frío enero burgalés. Kefas y Alba se
quedaron en la mesa, mirando el móvil en el que tenían memorizado el número de
Marga.