El complejo de
inferioridad de los españoles es algo que nadie puede negar y de lo que, creo,
he escrito en alguna ocasión, pero no es algo nuevo. Este texto de Larra es una
muestra de que ese complejo de inferioridad lleva entre nosotros bastante
tiempo.
«Hay
en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora y que se
derraman por toda una nación, así como se propagan hasta los términos de un
estanque las ondas producidas por la caída de una piedra en medio del agua.
Muchas de este género pudiéramos citar, en el vocabulario político sobre todo;
de esta clase son aquellas que, halagando las pasiones de los partidos, han
resonado tan funestamente en nuestros oídos en los años que van pasados de este
siglo, tan fecundo en mutaciones de escena y en cambio de decoraciones. Cae una
palabra de los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo,
ansioso de palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del
golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite y la
consagra, las más veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra
sola es a veces palanca suficiente a levantar la muchedumbre, inflamar los
ánimos y causar en las cosas una revolución.
Estas
voces favoritas han solido siempre desaparecer con las circunstancias que las
produjeran. Su destino es, efectivamente, como sonido vago que son, perderse en
la lontananza, conforme se apartan de la causa que las hizo nacer. Una frase,
empero, sobrevive siempre entre nosotros, cuya existencia es tanto más difícil
de concebir, cuanto que no es de la naturaleza de esas de que acabamos de
hablar; éstas sirven en las revoluciones a lisonjear a los partidos y a
humillar a los caídos, objeto que se entiende perfectamente, una vez conocida
la generosa condición del hombre; pero la frase que forma el objeto de este
artículo se perpetúa entre nosotros, siendo sólo un funesto padrón de ignominia
para los que la oyen y para los mismos que la dicen; así la repiten los
vencidos como los vencedores, los que no pueden como los que no quieren
extirparla; los propios, en fin, como los extraños.
«En
este país...», ésta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve
de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a
nuestros ojos choque en mal sentido. «¿Qué quiere usted?» -decimos-, «¡en este
país!» Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle
perfectamente con la frasecilla: «¡Cosas de este país!», que con vanidad
pronunciamos y sin pudor alguno repetimos.
¿Nace
esta frase de un atraso reconocido en toda la nación? No creo que pueda ser
éste su origen, porque sólo puede conocer la carencia de una cosa el que la
misma cosa conoce: de donde se infiere que si todos los individuos de un pueblo
conociesen su atraso, no estarían realmente atrasados. ¿Es la pereza de
imaginación o de raciocinio que nos impide investigar la verdadera razón de
cuanto nos sucede, y que se goza en tener una muletilla siempre a mano con que
responderse a sus propios argumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no
creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del
país en general? Esto parece más ingenioso que cierto.
Creo
entrever la causa verdadera de esta humillante expresión. Cuando se halla un
país en aquel crítico momento en que se acerca a una transición, y en que,
saliendo de las tinieblas, comienza a brillar a sus ojos un ligero resplandor,
no conoce todavía el bien, empero ya conoce el mal, de donde pretende salir
para probar cualquiera otra cosa que no sea lo que hasta entonces ha tenido.
Sucédele lo que a una joven bella que sale de la adolescencia; no conoce el
amor todavía ni sus goces; su corazón, sin embargo, o la naturaleza, por mejor
decir, le empieza a revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, y
cuyo germen y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bien los
desconoce todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía, sin saber
qué, la atormenta y la disgusta de su estado actual y del anterior en que
vivía; y vésela despreciar y romper aquellos mismos sencillos juguetes que
formaban poco antes el encanto de su ignorante existencia.
Éste
es acaso nuestro estado, y éste, a nuestro entender, el origen de la fatuidad
que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entre nosotros; no
conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerlo, si
bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos
para dar a entender a los que nos oyeron que conocemos cosas mejores, y nos
queremos engañar miserablemente unos a otros, estando todos en el mismo caso.
Este
medio saber nos impide gozar de lo bueno que realmente tenemos, y aun nuestra
ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismos progresos que
vamos insensiblemente haciendo. Estamos en el caso del que, teniendo apetito,
desprecia un sabroso almuerzo con la esperanza de un suntuoso convite incierto,
que se verificará, o no se verificará, más tarde. Sustituyamos sabiamente a la
esperanza de mañana el recuerdo de ayer, y veamos si tenemos razón en decir a
propósito de todo: «¡Cosas de este país!»
Sólo
con el auxilio de las anteriores reflexiones pude comprender el carácter de don
Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín
que le quisieron enseñar y que él no quiso aprender; cuyos viajes no han pasado
de Carabanchel; que no lee sino en los ojos de sus queridas, los cuales no son
ciertamente los libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración
que la suya, más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él,
ni más mundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fiel
representante de gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país fue no ha
mucho tiempo objeto de una de mis visitas.
Encontrele
en una habitación mal amueblada y peor dispuesta, como de hombre solo; reinaba
en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, un espantoso desorden de que
hubo de avergonzarse al verme entrar.
-Este cuarto está hecho una leonera -me dijo-. ¿Qué
quiere usted? En este país... -y quedó muy satisfecho de la excusa que a su
natural descuido había encontrado.
Empeñose
en que había de almorzar con él, y no pude resistir a sus instancias: un mal
almuerzo mal servido reclamaba indispensablemente algún nuevo achaque, y no
tardó mucho en decirme:
-Amigo, en este país no se puede dar un almuerzo a
nadie; hay que recurrir a los platos comunes y al chocolate.
«Vive Dios -dije yo para mí-, que cuando en este
país se tiene un buen cocinero y un exquisito servicio y los criados
necesarios, se puede almorzar un excelente beefsteak con todos los adherentes
de un almuerzo à la fourchette; y que en París los que pagan ocho o diez reales
por un appartement garni, o una mezquina habitación en una casa de huéspedes,
como mi amigo don Periquito, no se desayunan con pavos trufados ni con
champagne.»
Mi
amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a
que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya a estudiar sobre aquella
máquina como un anatómico sobre un cadáver, acepté
inmediatamente.
Don
Periquito es pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. Llevome, pues, de
ministerio en ministerio: de dos empleos con los cuales contaba, habíase
llevado el uno otro candidato que había tenido más empeños que él.
-¡Cosas de España! -me salió diciendo, al referirme
su desgracia.
-Ciertamente -le respondí, sonriéndome de su
injusticia-, porque en Francia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted
estar seguro de que allá todos son unos santos varones, y los hombres no son
hombres.
El
segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre de más luces que él.
-¡Cosas de España! -me repitió.
«Sí, porque en otras partes colocan a los necios»,
dije yo para mí.
Llevome
en seguida a una librería, después de haberme confesado que había publicado un
folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habían vendido
de su peregrino folleto, y el librero respondió:
-Ni uno. ¿Lo
ve usted, Fígaro? -me dijo-: ¿Lo ve usted? En este país no se puede escribir.
En España nada se vende; vegetamos en la ignorancia. En París hubiera vendido
diez ediciones.
-Ciertamente -le contesté yo-, porque los hombres
como usted venden en París sus ediciones. En
París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de
hambre.
-Desengáñese usted: en este país no se lee
-prosiguió diciendo.
«Y usted que de eso se queja, señor don Periquito,
usted, ¿qué lee? -le hubiera podido preguntar-. Todos nos quejamos de que no se
lee, y ninguno leemos.»
-¿Lee usted los periódicos? -le pregunté, sin
embargo.
-No, señor; en este país no se sabe escribir periódicos.
¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times!
Es
de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que en cuanto a
periódicos, buenos o malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha habido.Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este
país, y clamaba:
-¡Qué basura! En este país no hay policía.
En
París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo. Metió el pie torpemente en un charco.
-¡No hay limpieza en España! -exclamaba.
En
el extranjero no hay lodo. Se
hablaba de un robo:
-¡Ah! ¡País de ladrones! -vociferaba indignado.
Porque
en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a
la mitad de un día de niebla a los transeúntes.
Nos
pedía limosna un pobre:
-¡En este país no hay más que miseria! -exclamaba
horripilado.
Porque
en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche. Íbamos al teatro, y:
-¡Oh qué horror!- decía mi don Periquito con compasión,
sin haberlos visto mejores en su vida- ¡Aquí no hay teatros!
Pasábamos
por un café.
-No entremos. ¡Qué cafés los de este país!
-gritaba.
Se
hablaba de viajes:
-¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede viajar!
¡Qué posadas! ¡Qué caminos!
¡Oh
infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos
años a esta parte más rápidamente que adelantaron esos países modelos, para
llegar al punto de ventaja en que se han puesto!
¿Por
qué los don Periquitos que todo lo desprecian en el año 33, no vuelven los ojos
a mirar atrás, o no preguntan a sus papás acerca del tiempo, que no está tan
distante de nosotros, en que no se conocía en la Corte más botillería que la de
Canosa, ni más bebida que la leche helada; en que no había más caminos en
España que el del cielo; en que no existían más posadas que las descritas por
Moratín en El sí de las niñas, con las sillas desvencijadas y las estampas del
Hijo Pródigo, o las malhadadas ventas para caminantes asendereados; en que no
corrían más carruajes que las galeras y carromatos catalanes; en que los
«chorizos» y «polacos» repartían a naranjazos los premios al talento dramático,
y llevaba el público al teatro la bota y la merienda para pasar a tragos la
representación de las comedias de figurón y dramas de Comella; en que no se
conocía más ópera que el Marlborough (o «Mambruc», como dice el vulgo) cantado
a la guitarra; en que no se leía más periódico que el Diario de Avisos, y en
fin... en que...
Pero
acabemos este artículo, demasiado largo para nuestro propósito: no vuelvan a
mirar atrás porque habrían de poner un término a su maledicencia y llamar
prodigiosa la casi repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan
breve espacio.
Concluyamos,
sin embargo, de explicar nuestra idea claramente, mas que a los don Periquitos
que nos rodean pese y avergüence.
Cuando
oímos a un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las
ventajas de la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en
el nuestro, por causas que no es de nuestra inspección examinar, nada
extrañamos en su boca, si no es la falta de consideración y aun de gratitud que
reclama la hospitalidad de todo hombre honrado que la recibe; pero cuando oímos
la expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles,
y de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que
tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites en que
contenerse.
Borremos,
pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país
sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos
felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea
para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en
nuestros adelantos con los de nuestros vecinos: sólo en este sentido opondremos
nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos,
lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta
desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o
justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla
cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra
inacción con la expresión de desaliento: «¡Cosas de España!», contribuya cada
cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado
de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos
nosotros mismos el vergonzoso ejemplo.»
La expresión «En este país» es una de las más utilizadas entre la gente de izquierdas del mismo, a la que la palabra España y sus derivados parece sentar mal. Lo malo es que entre los otros también es muy usada para no herir susceptibilidades, pocos se atreven a decir ya España o español, quitando en los mundiales. Lo malo es que algunas personas que sí lo hacen, causan más mal que bien. El complejo de inferioridad se curaría sabiendo algo más de Historia, pero la única que se conoce es la que cuenta la racista y xenófoba leyenda negra anti española, y así las cosas no podrán mejorar
Joaquín Bartrina creó esta estrofa que bien cierta es:
«Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber donde vio la luz del sol.
Si alaba Inglaterra, será inglés.
Si os habla mal de Prusia, es un francés.
Y si habla mal de España... Es español.»