Sus ojos miraron a toda la gente que había a su alrededor. Eran marrón averdados o verde amarronados, según se mirara, eran bonitos. Movió la nariz igual que la protagonista de Embrujada, solía hacerlo sin darse cuenta cuando estaba nerviosa. Carraspeó un par de veces y cuando se sintió segura continuó…
—Señoría, no han sido dos, ni tres, ni cuatro las
veces que me ha realizado tocamientos. Han sido más de diez. Siempre en esta
habitación, siempre cuando me quedaba sola. La última vez fue allí —señaló
hacia su izquierda—, cerca de la cama.
Las doce personas que había dirigieron la mirada
hacia la cama que se encontraba junto a la ventana.
Con un gesto de sus manos el anciano juez indicó a
un cámara que grabase esa zona.
—¿Sabe si –preguntó el fiscal— le ha ocurrido a alguien
más. Si alguna compañera, o compañero, ha sido tocada, agredido?
—Sí –contestó María sin pensárselo—. Merche y Gael.
Señaló con la cabeza a las dos compañeras que se
encontraban fuera de la habitación y que movieron las suyas afirmativamente.
—¿Dónde está –preguntó el juez sentándose en un
butacón cercano a la cama—, dónde está el chico este?, James o John…
—Steve –interrumpió el fiscal.
—Sí, Steve. El que hace ese programa en la tele.
¿Dónde está?
—Está fuera, señoría –contestó Carl, el alguacil.
—Pues llámele y que pase. Que voy a preguntar al
acusado y él tiene que estar. Al fin y al cabo es el experto que ha presentado…
Miró al fiscal y al abogado defensor y fue este
último quien levantó la mano. Ambos se miraron reflejándose en su cara una mezcla
de aburrimiento, hastío y pesadumbre.
—Señorita María –continuó el juez—. Siéntese ahí,
junto a la puerta.
Ella lo hizo. Se sintió segura por primera vez en
esa habitación. Hoy no se
atrevería a tocarla. A su derecha estaban el alguacil y el fiscal. Hoy el general Walter S. Lingham no acariciaría su pelo,
ni pellizcaría su culo, ni la asustaría.
—Señoría –gritó el alguacil—. Ya está aquí Steve B.
Rain.
—¡Qué pase! —respondió el anciano juez.
Steve entró sonriente. Era un sonrisa falsa, pero la
felicidad que sentía por estar ahí era muy real.
—Bien, señor Steve –dijo el juez—. Vamos a interrogar
al acusado, prepárese.
Steve abrió una mochila con el logo de su programa y
sacó una pequeña caja lila con un par de pequeños altavoces y diodos led en su frontal que se iluminaron al
encenderla.
El juez se puso serio, miró al frente y comenzó a
hablar.
—General Walter Samuel Lingham. Nos encontramos en
esta habitación en la que reside para juzgarle por el acoso realizado a la
empleada María Barragán López. ¿Entiende el motivo por el que se le acusa?
De la caja lila salieron una serie de ruidos. Todos
en la habitación se sorprendieron.
El juez miraba aquel chisme sonriendo como un niño.
Blake, el abogado defensor, se secó el sudor.
—Quizá –pensó—, este caso no es tan ridículo como
creía.
Edward, el fiscal, se mordió el labio. Cinco meses
atrás, cuando se presentó María en su despacho, llorando y suplicando que la
ayudase a poner una denuncia contra un general estuvo por decirla que no. Aquel
año había estado en diez juicios por acoso y los diez los perdió
porque se demostró que habían sido falsas las acusaciones, pero algo en el
rostro de María le decía que ella no mentía. Esa opinión cambió cuando supo que el
acosador era el general Walter S. Lingham, no tardó ni medio segundo en
ordenarla salir del despacho. No levantó la voz, no se alteró, simplemente se
levantó, la abrió la puerta y la dijo que no tenía tiempo para esas cosas.
María se secó los ojos y salió del despacho
demostrando mucha entereza. Edward se asomó a la ventana para observar el
estanque que había frente al edificio y tratar de relajarse pero no pudo, María
se había sentado en un banco junto al estanque y estaba llorando, más
desconsoladamente que antes.
Así que Edward bajó, se sentó junto a ella y la
preguntó:
—¿Está segura?
Ella asintió con la cabeza:
—¿Qué podemos hacer? –preguntó él.
Costó mucho que admitieran la denuncia. El general
era alguien muy conocido en la ciudad, en el estado, en el país… Pero se
consiguió.
Mientras, en la habitación del general, el chisme
lila dejó escapar una voz marcial, seca y muy seria que dijo:
»¡Sí!
Era la respuesta a la pregunta formulada por el
juez. Todo el mundo sintió un escalofrío, algunos reaccionaron con una sonrisa,
otros tratando de salir o mirando al techo. María y sus compañeras sonrieron
emocionadas. El juez, visiblemente satisfecho y con una sonrisa más amplia que
la que tenía antes, ordenó callar moviendo las manos.
—Para que quede constancia. Yo, Alfred Lemon,
honorable juez del muy honorable estado de Oregón pregunta al acusado su
graduación y su nombre.
Más ruidos en el aparato.
—Lo llamo fantasmineitor
–interrumpió Steve, provocando sonrisas en la gente debido al nombre—. Lo que
hace es recoger las ondas que…
—¡Cállese! –ordenó el juez— Acusado, conteste.
—General Walter Samuel Lingham. Usted lo dijo.
La respuesta no fue rápida, tardó casi dos minutos
en decirla ya que entre cada palabra se escuchaban los ruidos. El juez asentía
con la cabeza a cada palabra.
—Cierto –contestó—, pero he de saber si tiene usted
consciencia de quién es –miró su reloj—… ¡Huy, qué tarde es! Les seré sincero,
como pensé que no sucedería nada, aunque deseaba que sí, y que nos iríamos de
aquí pronto prometí a mi hija acompañarla a mirar cosas para la boda. Así que
si no les importa la sesión queda suspendida hasta mañana.
—Señoría –gritó Blake—, quiero pedir que se declare
juicio nulo ya que nadie leyó sus derechos a mi representado.
—¡Pero es un fantasma! –interrumpió Edward.
—Que como ha quedado demostrado tiene plena consciencia
de quién es.
El juez asentía con la cabeza a todo cuanto
escuchaba.
—Señor fiscal, ¿se leyeron sus derechos al acusado?
—No –reconoció éste cabizbajo.
—Sea –el juez se levantó del butacón y sentenció
solemne—. Al no haberse iniciado este proceso con todas las garantías debidas
al señor Lingham.
—¡General! –interrumpió la caja lila.
—Al «general» Lingham –corrigió el juez—. Declaro este
juicio nulo. Así mismo conmino al acusado a interrumpir sus ataques hacia las
mujeres y hombres que trabajan en esta residencia. General, ¿ha entendido lo que acabo de
decir?
»Sí.
—¡Señoría! –dijo el anciano juez de una manera
chulesca.
»Sí, señoría.
—Pues venga. Vámonos, como dicen en España: cada uno
a su casa y Dios a la de todos.
_______________________________________________
La noticia y las imágenes sobre el juicio al fantasma del general Lingham, uno de los héroes de la guerra de secesión, corrieron como la pólvora gracias a la red. Titulares del tipo «El juicio al fantasma sobreseído.», «Los militares siempre se libran.» o «¿Habrá paz para las empleadas?» se sucedieron por todo el mundo.
María consiguió trabajo en lo que había estudiado,
derecho.
Steve B. Rain adquirió mucha popularidad y recibió
gran cantidad de ofertas para hacerse con su caja lila para poder hablar con
los muertos. Cambió el nombre de su programa, dejó de llamarse «Busca
fantasmas» para llamarse Fantasmineitor
y aunque tuvo problemas con la Disney se solucionaron rápido.
Dos semanas después del juicio, la tarde del siete
de julio, se presentó una patrulla de la policía en la residencia tras ser
alertada de un nuevo acoso del general Lingham.
Esta vez le leyeron sus derechos.
Si te ha gustado ayuda, al autor comprando el libro en que aparece.